Viajar sin planes ni horarios
Comienzo a enamorarme de las plazas y arboledas de esta gran urbe donde los corazones enamorados se buscan; de sus alegres parques donde la voz de los niños no conoce de nos; de sus largas avenidas donde los árboles son el mejor ejemplo de supervivencia, de sus callecitas bulliciosas donde se desarrollan las mayores batallas por sobrevivir, de sus olas juguetonas que apenas conozco, de su cielo gris que en estos días irradia un sol radiante, de su gente diligente que inventa mil formas diferentes de vivir… Empiezo a amar a este Perú provinciano que a tropel escala colinas y serranías para extenderse como la gran Lima.
Y con el tiempo comienzas a amar lo desconocido, lo raro, y lo extraño. Y cuando te preguntas porqué, la única respuesta del que sabes, es: quizá por la intriga de encontrarte con situaciones del que apenas sabes nada o por la sensación de libertad que sientes al solo pensar. Porque se tienen más recuerdos de aquellos viajes repentinos, en los que te enrumbas por los senderos desconocidos de cualquier pueblo, que de aquellos viajes planificados. Y tal vez por ello, los viajes no planificados siempre fueron más intensos y duraderos que aquellos en los que pensaste mucho.
En estos viajes esporádicos ―en los que no hay fechas ni horarios― tu equipaje es tan solo una mochila en el que llevas un diario y una cámara, viejos compañeros que saben de ti más que cualquier amigo; tu asiento, el primero que dé a la ventana para observar la película surrealista que la vida ofrece al buen observador; tu hotel, los hostales que no ofendan con su lujo y confort tu economía, tu restaurant, los mercados y las pequeñas bodegas de barrio donde gente como tú intenta robarle una sonrisa a la vida con su trabajo; tus amigos, los niños de la calle y otros tantos trotamundos que aman la buena conversación y la amistad. Pero lo que nunca podrá faltar, en tus viajes, siempre serán: la buena música que le cante al amor, a la vida, a la esperanza… y los buenos libros que con sus intrincadas tramas te dejen delirando de pasión.
Porque, de viajes, no se recuerdan más los mejores hoteles donde descansaste ni los costosos restaurantes que frecuentaste; sino, las amistades que cultivaste, las personas que ayudaste, los paisajes que pintaste en tus memorias, los buenos libros que leíste en los ratos de ocio, la buena música que escuchaste, las experiencias que viviste…
El mejor viaje siempre será aquel en el que dejaste algo de ti y te llevaste algo de ellos.