Escuelita de Asil, escuelita mía
Clavelito blanco,
signo de pureza,
tú eres la esperanza
de toda mi vida
Escuelita de Asil,
escuelita mía,
tú eres la esperanza
de toda mi vida.
Así comenzaba aquella canción que era un himno entre nosotros. Un himno cuyo origen se pierde en la inmensidad del tiempo, como hoy lo hacen los recuerdos. Un himno sagrado que entonábamos con más emotividad y fervor que el himno patrio. Más hoy, de aquellos días, apenas quedan los recuerdos; porque en sus verdes patios la algarabía de nuestras voces ―encarnadas en la de otros niños― ya no se oyen. No hace mucho que dejaron de ser la fuerza que impulsaba nuestro cosmos.
A las orillas de aquel pequeño arroyo, que en los meses lluviosos murmuraba sin fatigarse, se alzaba nuestra escuelita entre los eucaliptos y nísperos que eran nuestra predilección. En este pequeño recoveco de aulas de adobe, que se levantaba al Este de nuestra campiña, confluíamos, más un centenar de inocentes niños de los seis barrios: Aguas Blancas, Viracochán, San Isidro, Qoripukyu, Salkantay y Asil Baja. Íbamos con nuestros uniformes color tierra y nuestras ojotas todoterreno. Y aunque no entendíamos el porqué de nuestra educación, éramos los feligreses reverentes de este Templo del saber; pues trocamos nuestros juegos de cuna por los encierros gratuitos de mediodía, dentro de sus tapias desguarecidas.
En nuestra escuelita trabajaban entre seis y siete docentes que llegaban cuándo podían, para irse bajo cualquier pretexto el día que querían. Que respetaban, abajo mil excusas, todos los feriados, paros, huelgas, cumpleaños, asambleas, faenas, cobros de mes, desfiles, fiestas comunales… Aunque a nosotros nos daba igual el día en que se aparecían o se marchaban; porque nosotros vivíamos nuestro propio mundo en el que ellos no confluían. Y tal vez por todo lo anterior, nuestros padres y nosotros, los llamábamos Los martesjueves.
Partíamos, a diario, desde nuestras modestas casas, que bordeaban la carretera y los caminos pedregosos, con nuestros viejos cuadernos que, junto a nuestros fiambres y juguetes, asomaban la cabeza desde nuestros bolsones de lana. Unas veces íbamos seguidos por nuestros perros que no entendían el porqué de nuestras ausencias, y otras tantas veces marchábamos en solitario, bajo el sol de la mañana que se filtraban por entre los picos nevados del nevado Padreyoc al que llamábamos Salkantay. Caminábamos apresurados y en tropel, a través de la angosta carretera o los caminos borrascosos como ciervos taciturnos en sus largos éxodos.
Y quizá yo iba más confundido qué ustedes, porque al menos a ustedes vuestros padres los obligaron a asistir a sus aulas; pero yo, ¿qué tenía que hacer en sus patios? Terminé eligiendo vestir aquel uniforme marrón, por capricho y no por obligación.
La mañana que llegué emocionado y asustado, por primera vez, a su patio; fue la tercera, de mi berrinche. No sé si buena o mala decisión, pero aquella mañana pasaron tantas cosas que marcaron por completo el devenir de mi vida. Un día antes de mi llegada, vi partir a mi hermana. Y seguro que años atrás también lo habría visto, pero recién fui consciente aquel día. Mi hermana, luego del desayuno, se despidió de mis padres: ¡Chao mamá! ¡Chao papá!, y salió presurosa. Yo no sabía a dónde, pero lo primero que se me ocurrió fue seguirle a trote, y detrás de mí mis padres llamándome a gritos. Me alcanzaron en la confluencia del camino con la carretera y desde ahí a rastras me devolvieron a casa. Pero a la mañana siguiente no me quedaría paciente, más al contrario, repetiría mi andanza del día anterior. Y ante mi tozudez mis padres entendieron que quizá yo quería estudiar, me mandaron a la escuela cuando apenas contaba con cinco años, creyendo que era yo el que quería estudiar.
Pero de este primer día en sus aulas no queda ningún recuerdo, solo las escenas percibidas en la formación y los versos de una poesía que marcaron mi caminar: (Lo harán volar con dinamita. / En masa, lo cargarán, lo arrastrarán. / A golpes le llenarán de pólvora la boca, / lo volarán: ¡Y no podrán matarlo!. Pero también queda una verdad que ha sido difícil sobrellevar, que yo era el más enano de todos, y lo seguiría siendo hasta culminar la secundaria; y todo por culpa de vuestros padres que tenían la costumbre de enviarlos tan tarde a la escuela, cuando ustedes ya bordeaban los nueve o doce años.
Aunque yo no sé para qué asistimos con tanta fidelidad a sus aulas, porque al final ¿qué aprendizajes recordamos de aquellos años? Nada o casi nada. Hasta ahora no entiendo para qué nos sirvió la escuela, sin con ella o sin ella igual la vida se encargaría de enseñarnos las lecciones más importantes que nuestros maestros olvidaron. Será por eso que ellos prefirieron tranzar con nuestros días de aprendizajes, dividiendo las horas académicas en largos recesos en los que aprovechaban para visitar sin faltar a la única chichería, el cual también visitábamos por los dulces y los panes que cambiábamos por los huevos que a hurtadillas llevábamos de casa.
A leer había aprendido en los patios de la casa grande, del que apenas quedan los recuerdos, donde mi padre peleaba con furor contra mi falta de cultura; y a escribir, a los pies de los peñascos y entre las verdes praderas de Matara, donde atónito observaba el vuelo libre de las avecillas y escuchaba sus himnos sacrosantos que encandilaban el alma mía. Pero si me hablan de dibujar las letras, quizá en ello también participaron mi padre y un tantito la maestra de primero a quién la ando buscando hasta hoy, porque, para colmo, terminó jalándome aquel primer año, todo por no haber llevado las papas y los huevos habían pedido para el aniversario.
Eso fue nuestra escuela: un jolgorio de horas en los que jugábamos los juegos de temporada hasta el cansancio; un mar de risas y voces que terminaban mezclándose con el murmullo de río; un tropel de niños que avanzaban como la avalancha a través de los caminos en la salida y que trepaban los árboles de nísperos, manzanos y capulíes; y una manada de saltimbanquis que cubrían los extensos maizales por las cañas que eran nuestra predilección.
Aunque, para variar la monotonía de nuestra rutina, algunas veces, nuestros maestros interrumpían el curso de nuestra educación con las peleas errabundas que armaban y festejaban; pero sobre todo, con los ensayos de desfiles que duraban semanas.
Sin embargo, a pesar de nuestra modesta educación, nuestra escuelita no tenía rival en los desfiles. Nuestros maestros no podían permitirse perder un gallardete, y por él nos hacían luchar con euforia. Durante semanas, al son del cilindro que marcaba el paso y las ramas desnudas de ciprés que corregían a los que se equivocaban, ensayábamos una y otra vez, ya como batallones de estudiantes o comandos, con armas de madera y cascos de calabaza. Pero el día del desfile, con la promesa de la doble ración de galletas, que el estado nos atiborraba, y con las camisas azulinas que nuestros maestros y maestras terminaban por lavar, partíamos decididos a ganar, vivando a viva voz y una y otra vez, la única pregunta que no olvidaríamos jamás:
―¿A qué hemos venido?
―¡¡¡A ganar!!!
Y ya en la plaza de armas, a las sombras del pisonay que engalana el estrado oficial, marchábamos con tanta gallardía y solemnidad, deseosos de sepultar al único colegio que se resistía a competir con nosotros, y del que años más tarde muchos seríamos alumnos. No conocíamos de derrotas ni sabíamos de segundos lugares, ¡solo sabíamos de victorias!
Pero muy a pesar de nuestras victorias, otras cosas es preferible no contarles. Como las mañanas en los que nuestros maestros preocupados preguntaban por los que cumplían años y por los vecinos que hacían trabajar sus tierras, a los que no faltaban algunos. Porque los hombres de nuestra comarca, ¿a quién podrían negar el agua y el alimento? A nadie. La unidad de nuestro pueblo y la amabilidad de nuestra gente, a pesar de los años nefastos en los que nacimos, nos hicieron ver que la vida merecía ser vivida.
Nuestro pueblo compartió con nuestros maestros los años de bonanza y los otros de tragedia. Pero, ¿qué pasó hoy? ¿Por qué entonces ellos no respondieron con la misma pasión en la formación de los niños de nuestro prado que, hoy en las aulas de otras escuelas intentan entender los porqués? ¿Por qué nuestros padres hoy tienen que enviar a distancias más lejanas a los hermanos nuestros?
Escuelita de Asil, escuelita mía! De verdad que fuiste el vergel de mi poesía y la esperanza mía; porque en ti comenzó esta pasión por la prosa y los versos, aún en aquellas floridas mañanas de abril en los que ni entendía este mundo tan complejo. Porque a pesar de la concepción errada de mi educación, gustaba de ver los complicados ejercicios que los maestros rasgaban en las pizarras de cemento, y de contar las historias que los hombres más antiguos de mi comarcar narraban. Entonces que no se diga que la vida recién comienza con la mayoría de edad, el mío emprendió aquella mañana de abril en los que llegué a tus aulas.
Escuelita de Asil, escuelita mía, en tus patios nunca deben apagarse las voces y las risas de otras generaciones que forjarán los caminos al mañana, los que quizá nosotros no hicimos.